lunes, 17 de marzo de 2008

Se puede hablar de un film

por Alain Badiou

“Peût-on parler d’un film?”, texto de la conferencia de Alain Badiou en el Studio des Ursulines, Paris, 7 de junio de 1994; publicado en la red en L'Art du Cinéma, n° 6, noviembre 1994.

Hay una primera manera de hablar de un film: consiste en decir “me agradó”, o “no me ha entusiasmado mucho”. Estas palabras son indistintas, ya que la regla del “agradar” deja su norma oculta. ¿Respecto de qué expectativa se enuncia el juicio? Una novela policial puede agradar o no agradar, ser buena o mala. Estas distinciones no hacen de la novela en cuestión una obra maestra del arte literario. Designan más bien la cualidad, el color, del breve lapso pasado en su compañía. Tras lo cual se verifica una indiferente pérdida de la memoria. A este primer tiempo de la palabra lo denominaremos “el juicio indistinto”. Tiene que ver con el indispensable intercambio de las opiniones, que se abre a menudo, ya a partir de la consideración del tiempo que le es connatural, a aquellos momentos agradables y precarios que la vida promete o sustrae.Hay una segunda manera de hablar de un film, precisamente aquella en que se lo defiende contra el juicio indistinto. En que se muestra –lo que supone ya alguna argumentación– que tal film no es meramente situable en el hiato entre placer y olvido. No se trata solamente de que sea buenísimo en su género, sino de que también se deja prever a su propósito, o fijar, alguna Idea. Uno de los signos superficiales de este cambio de registro es la mención del autor del film, su mención como autor, mientras que el juicio indistinto, por su parte, hacía referencia prioritariamente a los actores, a los efectos, a una escena impactante, o a la historia narrada. Este segundo tipo de juicio intenta designar una singularidad, cuyo emblema es el autor. Tal singularidad es lo que resiste al juicio indistinto. Intenta separar aquello que se dice del film del movimiento general de la opinión. Tal separación es también aquella que aísla a un espectador –aquel que ha percibido la singularidad y la nombra– de la masa del público. A este juicio lo llamaremos “juicio diacrítico”. Aboga por la consideración del film como estilo. El estilo es lo que se opone a lo indistinto. Uniendo el estilo con el autor, el juicio diacrítico propone salvar algo del cine, que algo que no sea arrojado al olvido de los placeres. Que algunas figuras del cine, algunos nombres sean señalados en el tiempo.

En realidad el juicio diacrítico no es más que la frágil negación del juicio indistinto. La experiencia nos muestra que no salva tanto a los films como a los nombres propios de los autores, no tanto al arte del cine como a algunos elementos dispersos de constantes estilísticas. Me sentiría más bien tentado a insinuar que el juicio diacrítico es a los autores lo que el juicio indistinto a los actores: el índice de una rememoración provisoria. A fin de cuentas, el juicio diacrítico define una forma sofisticada, o diferencial, de la opinión. Designa, constituye, el cine “de calidad”. Pero la historia del cine de calidad no designa a la larga ninguna configuración artística. En todo caso designa más bien la historia, siempre sorprendente, de la crítica de cine. Pues, en todas las épocas, es la crítica la que provee sus tomas de posición al juicio diacrítico. La crítica designa la calidad. Pero al hacerlo, no deja de ser ella misma, bastante indistinta. El arte es infinitamente más raro que lo que la mejor crítica pueda suponer. Esto es algo que ya se sabe hoy leyendo las críticas literarias remotas, digamos Sainte-Beuve. La visión que su sentido innegable de la calidad, su vigor diacrítico, da de su siglo es artísticamente absurda.

En realidad, los efectos del juicio diacrítico se hallan recubiertos por un segundo olvido, en una duración ciertamente diferente de aquel olvido provocado por el juicio indistinto, pero en última instancia no menos perentoria. Cementerio de autores, la calidad designa no tanto el arte de una época, como su ideología artística. Ideología en la que, siempre, el arte verdadero representa una brecha [trouée].
Hay que imaginar una tercera manera de hablar de un film: ni indistinta, ni diacrítica.
Veo en ella dos rasgos exteriores.
En primer lugar, el juicio le es indiferente. Toda posición defensiva es abandonada. Que el film esté bien, que haya gustado, que no sea conmensurable con los objetos del juicio indistinto, que haya que distinguirlo: todo ello es silenciosamente supuesto por el simple hecho de que se habla de él, no es para nada la meta a alcanzar. ¿No es ésta la regla que se aplica a las obras artísticas establecidas del pasado? ¿Halla uno significativo que la Orestíada de Esquilo, o la Comédie Humaine de Balzac le hayan “gustado bastante”? ¿Que no estén “francamente nada mal”? El juicio indistinto se torna ridículo. Pero lo mismo ocurre con el juicio diacrítico. Ya no es cuestión de fatigarse demostrando que el estilo de Mallarmé es superior al de Sully-Prudhomme, el que, entre paréntesis, pasaba en su tiempo como el de más excelente calidad. Se hablará entonces del film en el compromiso incondicionado de una convicción de arte, no para establecerla, sino para sacar de ella sus consecuencias. Digamos que se pasa de un juicio normativo, indistinto (“está muy bien”), o diacrítico (“excelso”), a una actitud axiomática que pregunta por los efectos para el pensamiento por parte de tal o tal film.
Hablemos entonces de juicio axiomático.
La segunda característica del juicio sobre un film es que ningún elemento del film puede ser convocado sin que se establezca su relación con el pasaje de una Idea impura.En mi precedente conferencia aquí mismo, dije, del arte del cine, dos cosas:
-Que trataba la idea al modo de una visitación, de un pasaje.
-Que se refería a todas las otras artes, que era todas ellas más una.Y que así, su tratamiento de la idea capturaba singularmente su impureza.

Hablar de un film consiste en examinar las consecuencias del modo propio en que una idea es tratada así por el film. Las consideraciones formales, de corte, de plano, de movimiento global o local, de color, de actantes corporales, de sonido, etc., no deben ser citados más que en la medida en que contribuyan al “toque” de la idea y a la captura de su impureza nativa.

Un ejemplo: la sucesión de planos que marcan, en el Nosferatu de Murnau, el acercamiento al sitio del príncipe de los muertos. Sobreexposición de las llanuras, caballos encabritados, cortes tormentosos, todo esto despliega la idea de un tocar la inminencia, de una visitación anticipada del día por la noche, de un no man’s land entre la vida y la muerte. Pero hay también una mezcla impura de esta visitación, algo manifiestamente poético, un suspenso que transfiere la visión hacia la espera y la inquietud, en lugar de dárnosla a ver en su contorno establecido. Nuestro pensamiento no es aquí contemplativo, él mismo es arrebatado, viaja en compañía de la idea más que simplemente apropiársela. La consecuencia que extraemos es la de la posibilidad de un pensamiento-poema que atraviese la idea, que es menos un recorte que una aprehensión por la pérdida.

Hablar de un film será a menudo mostrar cómo nos convoca a tal idea en la fuerza de su pérdida; a contrapelo de la pintura, por ejemplo, que es el arte por excelencia de la idea minuciosa e integralmente dada.

Este contraste me obliga a referirme a aquello que considero la dificultad principal cuando de hablar axiomáticamente de un film se trata. Es la de hablar de él en tanto que film. Pues cuando el film organiza realmente la visitación de una idea –y es lo que suponemos, ya que de él hablamos–, es siempre en una relación sustractiva, o defectiva, respecto de una o varias otras artes. Precisamente, lo más delicado es mantener el movimiento de la defección, y no la plenitud de su soporte. Sobre todo cuando la vía formalista, que remite a pretendidas operaciones fílmicas “puras”, resulta un callejón sin salida. Nada es puro en el cine, ya que interior e integralmente se halla éste contaminado en su condición de “todas las artes más una”.

Recordemos por ejemplo la larga travesía de los canales de Venecia al comienzo de La muerte en Venecia, de Visconti. La idea que pasa –y que todo el resto del film a la vez satura y disuelve– es la de un hombre que ha hecho lo que había que hacer en la existencia, y que entonces se encuentra en suspenso, ya sea en vísperas de un fin, o de otra vida. Pero esta idea se organiza por la convergencia heteróclita de una cantidad de ingredientes: está el rostro del actor Dirk Bogarde, la cualidad particular de opacidad y de pregunta que carga este rostro, y que tiene que ver, lo queramos o no, con el arte del actor; están los innumerables ecos artísticos del estilo veneciano, todos de hecho ligados al tema de lo que está consumado, soldado, retirado de la Historia, temas pictóricos ya presentes en Guardi o Canaletto, temas literarios, de Rousseau a Proust; hay para nosotros, en ese tipo de viajero de los grandes palacios europeos, el eco de la incertidumbre sutil que traman, por ejemplo, los héroes de Henry James; está la música de Mahler, que es también la consumación distendida, exasperada, de una total melancolía, de la sinfonía tonal y de su aparejo de timbres (aquí, las cuerdas solas). Y se puede mostrar cómo estos ingredientes se amplifican y a la vez se corroen unos a otros, en una suerte de descomposición por exceso, que da justamente la idea, como pasaje, y como impureza. Pero, ¿qué es aquí propiamente el film?Después de todo, el cine no es más que toma, y montaje. No hay otra cosa. Quiero decir: ninguna otra cosa que sea “el film”. Hay que sostener, entonces, que desde el punto de vista del juicio axiomático, el film es lo que expone el pasaje de la idea según la toma y el montaje. ¿Cómo llega la idea misma a su toma [prise], es decir, a su sorpresa [sur-prise]? ¿Y cómo se la edita? Pero sobre todo: ¿qué es lo que nos revela de singular el hecho de ser tomada y montada en el uno-de-más heteróclito de las artes, y que no pudiéramos anteriormente saber o pensar sobre esta idea?En el ejemplo del film de Visconti, es claro que toma y montaje conspiran para establecer una duración. Duración excesiva, homogénea con la perpetuación vacía de Venecia, como con el estancamiento del adagio de Mahler, como así también con la interpretación de un actor inmóvil, inactivo, del que no se requiere, interminablemente, más que el rostro. Y en consecuencia, aquello que es capturado aquí de la idea de un hombre en suspenso de su ser, o de su deseo, es que de hecho tal hombre está en sí mismo inmóvil. Los recursos antiguos han sido agotados, las nuevas posibilidades están ausentes. La duración fílmica, compuesta en la ordenación de varias artes libradas a sus insuficiencias, es la visitación de una inmovilidad subjetiva. Hénos ante un hombre librado a partir de ahora al capricho de un encuentro. Un hombre, como diría Samuel Beckett,“inmóvil en la oscuridad”, hasta que le llega la delicia incalculable de su verdugo, es decir de su nuevo deseo, si es que alguna vez llega.
Que sea el costado inmóvil de esta idea lo que se nos entrega, es lo que hace aquí su pasaje. Se podría mostrar que las otras artes, o bien libran la idea como donación –en grado sumo, la pintura–, o bien inventan un tiempo puro de la idea, exploran las configuraciones del movimiento de lo pensable –en grado sumo, la música–. El cine, por esa posibilidad que le es propia, por registro y montaje, de amalgamar las otras artes sin presentarlas, puede –y debe– organizar el pasaje de lo inmóvil.

Pero también la inmovilidad del pasaje, como se puede mostrar fácilmente en la relación que ciertos planos de los Straub mantienen con el texto literario, su escanción, su progresión. O también con la dialéctica que el comienzo de Playtime instituye entre el movimiento de una muchedumbre y la vacuidad de lo que se podría llamar su composición atómica. Hablar axiomáticamente de un film será siempre decepcionante, pues es siempre una actividad expuesta a no hacer más que un rival caótico de las artes primordiales. Pero podemos seguir este hilo: mostrar cómo el film nos hace viajar con esta idea, de tal modo que descubrimos aquello que ninguna otra cosa podría hacernos descubrir: que, como ya lo pensaba Platón, lo impuro de la idea es siempre que una inmovilidad pasa, o que un pasaje es inmóvil. Y que es por eso que olvidamos las Ideas.

Contra el olvido, Platón convoca el mito de una visión primera y de una reminiscencia. Hablar de un film es siempre hablar de una reminiscencia: ¿de qué venida, de qué reminiscencia, tal o tal idea es capaz, capaz para nosotros? Es de este punto que trata todo auténtico film, idea por idea. De los lazos de lo impuro, del movimiento y del reposo, del olvido y la reminiscencia. No tanto acerca de aquello que sabemos, como de lo que podemos saber. Hablar de un film es hablar menos de los recursos del pensamiento, que de sus posibles, una vez asegurados, al modo de las otras artes, sus recursos. Indicar lo que podría haber allí, además de lo que hay. O si no: cómo la impurificación de lo puro abre la vía a otras purezas.

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